Fuente: 

Baltasar de Echave Orio, La presentación del Niño al Templo. Catálogo comentado del acervo del Museo Nacional de Arte. Nueva España, Tomo II. Pp.279-287. Rogelio Ruiz Gomar


Acerca de la pieza: 

Solo narrado por
el evangelista Lucas (2, 22-39), el pasaje habitualmente conocido como "la
Presentación del Niño al templo" está destinado a recordar que el Hijo de
Dios, que había venido a traer la Ley Nueva, había querido someterse primero a
la Ley Antigua.1 En él
claramente se señala que, de acuerdo con lo prescrito en la ley de Moisés, al
cumplirse los "días de la purificación" llevaron al Niño a Jerusalén para
"presentarlo" al Señor, subrayando la fusión de los dos motivos que los
artistas han tenido que manejar para la representación de esta escena: la
consagración al Señor del Hijo recién nacido, y la purificación de María,
después de haber dado a luz.2 En efecto, después del parto, la madre debía acudir
al templo para presentar o consagrar al Señor al primero de sus hijos:
"Conságrame todo primogénito; las primicias del seno materno, entre los
hijos de Israel, tanto de los hombres cuanto de los animales, míos son" (Éxodo
13, 1-2), reclamo que descansa en la protección ejercida por Dios sobre su
pueblo al liberarlo de Egipto.3 Pero esta obligación, de la que sólo estaban
excusados los de la casa de Leví, se podía compensar con una ofrenda de cinco
siclos.4

  Por otro lado, en conformidad con lo que
también se establecía en la ley de Moisés, toda mujer que hubiese dado a luz a
un varón sería considerada impura durante los siguientes cuarenta días5 (el doble si
había engendrado una hija), lapso en el que no debía tocar nada consagrado ni
entrar en el templo:

Cumplidos los
días de su purificación, haya sido por un niño o por una niña, presentará ante
el sacerdote a la entrada del tabernáculo de la reunión, un cordero de un año
como holocausto y un pichón o una tórtola como sacrificio de expiación. El
sacerdote los ofrecerá al Señor, hará sobre ella el rito de expiación, y
quedará purificada de su flujo de sangre. [Levítico 12, 6-7.]6

Con base en lo
anterior, resulta claro, pues, que se haya terminado aceptando que cumplidos
los cuarenta días señalados por la ley, José y María abandonaron Belén y fueron
a Jerusalén,7 y que la
Iglesia católica haya destinado el 2 de febrero para conmemorar la fiesta de la
Presentación del Niño al templo y de la purificación de María, esto es,
cuarenta días después de la Navidad.

  Dentro del calendario litúrgico heredado del
Viejo Mundo, en la Nueva España el 2 de febrero se celebraba solemnemente todos
los años la fiesta de "la Purificación de Nuestra Señora, según testimonio
de Sahagún de Arévalo, la cual, añade, es la que se dice Hypapanti, que es lo
mismo que Presentación", en alusión a la presentación que se hizo de
Cristo en el templo, y recoge la creencia de que "se llama Candelaria,
porque así como a el principio de este mes se hacían las purgaciones, andando
con hachas encendidas en obsequio de Februa, Madre del Dios Marte, de la misma
manera, para obviar esta gentílica costumbre, el Papa San Sergio Primero, instituyó
esta fiesta de las candelas en honra de la Madre del verdadero Dios".8

  Sin embargo, la fiesta tiene orígenes más
oscuros. Prefigurada en la consagración de Samuel (I Samuel I, 9-11 y 2 1-28) y
en el destete de Isaac (Génesis 21,8), esta fiesta, con la que se cierra el
ciclo de la Navidad, es una de las más antiguas dedicadas a la Virgen. Desde
antiguo se ha querido encontrar en esta fiesta un origen pagano, como
transformación cristiana de añejas y escandalosas fiestas paganas.9 Pero sea cual
haya sido su origen, lo cierto es que la misma empezó a celebrarse en la
Iglesia Oriental, concretamente en Jerusalén, hacia mediados del siglo IV, y de
ahí pasó al mundo occidental. Inicialmente se conmemoraba el 14 de febrero y
era una fiesta dedicada al Señor, pues en ella se celebraba la primera entrada
de Jesús a la ciudad de Jerusalén, y se hacía con una gran procesión que salía
de la basílica del Santo Sepulcro y se dirigía a la de la Resurrección.10 Poco después,
con Juvenal, patriarca de Jerusalén, se trasladó la fiesta de la Purificación
al 2 de febrero, al acogerse la práctica occidental de festejar el 25 de
diciembre la Navidad. Un siglo más tarde, una señora romana, Ikelia, fundadora
de un monasterio femenino, introdujo en dicha procesión el uso de cirios
encendidos, quizá como eco de las fechas paganas, pero acomodándolas al nuevo
sentido cristológico que descansaba en las palabras de Simeón, cuando proclamó
que ese niño era "luz de todas las gentes".11 Poco después la
fiesta se extendió por toda Palestina y Siria; pero cabe destacar que para
principios del siglo VI se celebraba también en Constantinopla, pero ya con un
carácter mariano; así como el que en el año de 542 el emperador Justiniano
ordenó que se celebrara en todo el Imperio bizantino.12 En Occidente
fue hasta bajo el papa Sergio I, a fines del siglo VII, que se empezó a
celebrar esta fiesta, también con acento mariano y con procesión y bendición de
candelas, por lo que popularmente se le comenzó a conocer también como de
"la Candelaria"; a partir del siglo VIII la fiesta se extendió por
Francia, España y Alemania, hasta hacerse universal.

  De acuerdo con lo señalado por el evangelista
Lucas, que en el momento en que José y María llegaban con el Niño se encontraron
en el templo a una profetisa llamada Ana —igual que la madre de Samuel y que la
de la Virgen María— y a "un hombre justo y piadoso" de nombre Simeón,
en la representación de este pasaje los artistas combinaron, tal y como podemos
constatar aquí, tres motivos diferentes: la "presentación", la
"purificación" de la Virgen y el "cántico" de Simeón.

  La presencia en el templo de esa mujer, viuda
de avanzada edad, llamada Ana, de la cual se dice que "pasaba el día y la
noche orando y cumpliendo ayunos" (Lucas 2, 36-38), ha sido entendido como alusión de la sinagoga.
Echave no ha olvidado incluirla, pero adviértase que se sirve de su figura no
sólo para equilibrar la composición, sino para, al ponerla vuelta hacia fuera
de la escena, con el dedo índice de su mano derecha levantado para aludir a la
voluntad divina, y con el gesto de su brazo izquierdo, como recurso para
adentrar al espectador en la escena, pues el propio Lucas no deja de señalar
que "se puso a dar gloria a Dios y a hablar del Niño a todos los que
esperaban la liberación de Jerusalén" (Lucas 2, 36-38). No quedan claros, por el contrario, los gestos
exclamatorios que presentan las figuras de la Virgen y de san José.

  Por su parte, la actitud que guarda Simón
bajo la figura del sacerdote es bastante convincente, pues al tiempo que dirige
su mirada hacia el cielo, eleva al Niño en sus brazos, ofreciéndoselo a Dios
con las manos veladas en señal de respeto.13 Fue en ese momento que proclamó que
aquel Niño era la salvación, la luz de todas las naciones y la gloria del
pueblo de Israel, y pidió a Dios que lo dejara morir, pues ya había tenido la
alegría de ver al Mesías.14 Sin embargo, su
figura presenta el problema de que no hay forma de saber si el pintor la ha
dispuesto de pie o hincada, pues resultaría ser la de un enano en el primer
caso y la de un gigante en el segundo. Tal y como se acostumbraba desde el
Renacimiento, también Echave le ha representado revestido con los ornamentos
sacerdotales, lo cual es una alteración de la narración evangélica, pues en
ésta sólo se dice que era "un hombre justo y temeroso de Dios" que
vivía en Jerusalén, y que "el Espíritu Santo moraba en él y le había
revelado que no habría de morir antes de ver el Cristo del Señor".

  Para la representación de este pasaje, Echave
se ha sumado a la tradición de incluir las monedas y un cirio encendido en la
escena, pero, en cambio, curiosamente no ha representado a las palomas,
pichones o tórtolas que difícilmente faltan en el manejo de este pasaje, mismas
que, como hemos visto, eran aves destinadas al sacrificio como holocausto
voluntario o como ofrenda de expiación.15 En cambio, la mayoría de las veces, los
pintores olvidaron incluir las monedas, las cuales, se recordará, aluden a los
cinco siclos de plata que se daban como rescate por el primogénito, y que pueden
simbolizar las cinco llagas como costo del rescate de la humanidad. Finalmente,
los cirios pueden aparecer sobre el altar, o ser llevados por la Virgen o por
san José, pero también pueden ser llevados por un muchacho; a éste se llegó,
incluso, a la libertad de ponerlo como acólito, con roquete, actualizando su
indumentaria a la manera de las ceremonias católicas del tiempo del pintor, tal
y como ocurre aqui.16 En la faz de
ese monaguillo creemos ver un retrato, pues hasta su peinado se antoja peculiar.
Se trata de un adolescente de rostro redondo y expresión que combina dicha y
melancolía.

  Al principio, este pasaje podía ser
representado indistintamente en un espacio abierto o cerrado, pero terminó
ganando terreno la solución de ubicar su desarrollo en un interior, pues así
parecía exigirlo la escena con Simeón. Por ello, los artistas se dieron a la
tarea de imaginar el ámbito del templo de Jerusalén, conformándose la mayoría
con plasmar el interior de una construcción que a lo mucho recuerda una iglesia
cristiana.17 En el cuadro
que nos ocupa, además, Echave revela haberse impregnado de la sensibilidad
manierista que privaba en el arte de su tiempo y ha distribuido por grupos a
sus actores en un ambiguo aunque ampuloso escenario interior, echando mano de
ejes diagonales que dotan de dinamismo a la composición al tiempo que le
permiten sugerir diferentes planos de profundidad. Obsérvese cómo al
escalonamiento en vertical que presentan las tres figuras en el margen
izquierdo, sugiriendo una diagonal que penetra en profundidad, el pintor opone
un eje diagonal que asciende de derecha a izquierda ligando a las tres figuras principales
de la Virgen María, el Niño y el sacerdote, y que, a diferencia del anterior,
no penetra tanto en el espacio simulado. A su vez, este eje diagonal se
equilibra con otro en sentido opuesto pero menos evidente, que está marcado por
el perfil de las nubes en la parte alta, la dirección del cuerpecillo del Niño
y la cabeza de Ana, en la zona baja. Llama la atención, igualmente, la hábil
utilización de las gradas por parte del pintor, tanto para acentuar la
jerarquía de los actores principales como para sugerir la paulatina penetración
de éstos en el espacio.

  De clara estirpe manierista es también el
hábil juego complementario en las direcciones que presentan las figuras de la
Virgen y de san José, así como la triangulación de sus miradas, pues mientras
que María está casi de frente, pero con la cabeza de perfil viendo a su Hijo,
san José queda casi de espaldas pero con la cabeza girada y con su mirada
dirigida hacia el espacio del espectador.

  No obstante que carece de firma, esta pintura
se ha venido atribuyendo a Echave sin que hasta la fecha nadie haya argumentado
lo contrario. En efecto, exhibe un lenguaje pictórico tan echaviano que si bien
Toussaint parece haber dudado en concedérsela, terminó por incluirla en el
grupo de obras "del taller" de Echave Orio,18 y por aceptar
incluso que "acaso" haya procedido también del retablo de Tlatelolco.19 Si ello fuera
así, el cuadro que nos ocupa debería compartir algo más que aspectos técnicos o
medidas similares con las tablas de La Visitación y de La Porciúncula
que estamos ciertos pertenecieron a dicho retablo; pero ello no ocurre,
antes al contrario hay ciertas notas y calidades del lenguaje pictórico
que, lejos de apuntar en esa dirección, parecen contradecirla. El
colorido, por ejemplo, no sólo se antoja diferente, sino que ahora luce
más vivo y rico; y lo mismo podría decirse del drapeado en los ropajes,
por cuanto que la pintura que ahora nos ocupa exhibe un manejo de
pliegues más redondeados, lo que confiere a las telas un aspecto más
abullonado y menos acartonado que el que se aprecia en aquéllas. Ahora bien,
resulta que dichas notas se relacionan mejor con las pinturas de La Adoración
de los reyes y La oración en el huerto que se viene diciendo
proviene de algún retablo de La Profesa. En otras palabras, si el cuadro
que nos ocupa procediera del retablo deTlatelolco debería datarse entre
1609 o 1610, año en que aquél fue dedicado; lo que no suena convincente,
pues, como hemos dicho, exhibe notas que evidencian un manejo pictórico
más "moderno". Pero si viniera de algún conjunto de La Profesa,
como parece sugerirlo el hecho de que comparte un lenguaje más moderno, similar
al que distingue a las que llegaron de ese templo, y medidas muy parecidas,20 se le podría
datar en una fecha algo posterior, tal y como se planteó al analizar las
pinturas que llegaron de ahí. Sin dar ningún argumento para ello, Guillermo
Tovar de Teresa pareciera haber desembocado en esta misma conclusión,
pues si bien para 1979 aún entendía el cuadro que nos ocupa como parte
del retablo de Tlatelolco, en fecha más reciente la ha incluido entre
las obras que llegaron de La

Profesa.21

  Para ahondar en lo dicho, cabe señalar que el
trabajo abocetado de las cabezas al fondo se puede equiparar con el que se
observa en las figuras que se localizan en otras obras de Echave o relacionadas
con él, como las que se encuentran en el séquito del cuadro de La Adoración
de los reyes, o los de varios de los apóstoles en la tabla de Pentecostés
que se guarda todavía en La Profesa, [Rogelio Ruiz Gomar]

 

NOTAS

1 Véase Émile
Mâle, El Gótico. La iconografía de la Edad Media y susfuentes, Madrid,
Encuentro, 1986, P. 197.

2 En el Evangelio
conocido como del Pseudo Mateo, el pasaje de la presentación-purificación se describe
en el mismo párrafo que la circuncisión: "Y, al cumplirse el periodo de
purificación para María a tenor de la ley mosaica, José llevó al Niño al templo
del Señor. Y, después de ser este circuncidado, ofrecieron por él un par de
tórtolas y dos palominos"; véase Aurelio de los Santos Otero, Los evangelios
apócrifos, Madrid, Biblioteca de Autores Cristianos, 1956, xv, 1, p. 226;
pero conviene recordar que mientras que la circuncisión se llevaba a cabo a los
ocho días de nacido, la presentación purificación ocurría hasta transcurridos
cuarenta días.

3 ". . .ya
que mío es todo primogénito. El día en que yo hice morir a todos los
primogénitos de Egipto, consagré para mí a todos los primogénitos de Israel,
tanto de hombres como de animales. Son míos. Yo soy el Señor" (Números, 3,
1 3 ; véase también Éxodo 1 3 , 13 y 15)

4 Ello en
respuesta a lo mandado por el Señor: "A tus hijos primogénitos los
rescatarás. No te presentarás ante mí con las manos vacías" (Éxodo 34,
2o); de donde se estableció que "El rescate se hará al mes de nacer, a
razón de cinco monedas de plata, según el peso del santuario, que es de doce
gramos" (Números 18, 15-16). Véase también lo que al respecto se recoge en
Éxodo 13, 13-1 5; y Louis Réau, Iconografía de la Biblia. Nuevo Testamento, Barcelona,
Ediciones del Serbal, 1996, 1. 1, vol. 2, p. 273.

5 "La mujer
que conciba y dé a luz un varón, quedará impura durante siete días, como cuando
tiene la menstruación. El día octavo será circuncidado el prepucio del niño,
pero la madre continuará en casa durante treinta y tres días más purificando su
sangre" (Levítico 12, 2-4).

6 De hecho, este
rito de purificación era constante en la vida de toda mujer, pues lo mismo se
prescribía al término de cada periodo menstrual: "Cuando termine su flujo
contará siete días, pasados los cuales quedará pura. El octavo día tomará dos
tórtolas o dos pichones y los presentará al sacerdote a la entrada de la tienda
del encuentro. Éste los ofrecerá, uno en sacrificio de expiación y otro en
holocausto, y así hará sobre ella, en presencia del Señor, el rito de
expiación, por la impureza de su flujo" (Levítico 15 , 28-30).

7 Idea que era
comúnmente aceptada, y que como tal recoge Francisco Pacheco, Arte de la
pintura, su antigüedad y grandezas [Sevilla, Simón Faxardo, 1649), edición,
introducción y notas de Bonaventura Bassegoda i Hugas, Madrid, Cátedra,
1990, p. 617.

8 Gaceta de
México, núm.
39, correspondiente al mes de febrero de 1731; véase Gacetas de México, 3
vols., México, SEP, 1949, vol. 1, p. 307.

9 Para unos
autores (Pseudo Ildefonso) sería una transformación de la fiesta de las
purificaciones en honor de Februo (Hades o Plutón), la cual se celebraba cada
cinco años en el mes de febrero al recibirse el pago del tributo de las
naciones conquistadas, para purificar la ciudad y seguir contando con el favor
de los dioses. Otros autores (Beda, Inocencio III) opinaban que la purificación
era una transformación de las fiestas amburbales, dedicadas a los dioses
infernales, igualmente en el mes de febrero, por considerar que fue al
principio de ese mes que Plutón había raptado a Proserpina (Perséfone), lo que
había provocado que la madre de ésta, Ceres, saliera a buscarla con ayuda de
antorchas. Otros, como Baronio, opinaban que sería una sustitución de las
fiestas lupercales, hecha por el papa Gelasio, a fines del siglo v, durante las
cuales se veía a los grupos de luperos, o sacerdotes de Pan, pasear por la
ciudad, desnudos, abandonados a las más repugnantes licencias. Véase Gabriel
María Rochini, La Madre de Dios según la fe y la teología, 2a. ed.
española, 2 vols., Madrid, Apostolado de la Prensa, 1958, t. 11, pp. 621-622.
Pero como bien señala este último autor, ninguna de tales hipótesis ha sido
confirmada, antes bien se han ido esgrimiendo argumentos en contra; por
ejemplo, en relación con las fiestas lupercales se ha establecido que dichas
fiestas no eran a principios, sino a mediados de dicho mes, y no había en ellas
la costumbre de llevar cirios encendidos (ibid., p. 622).

10 Ibid., p. 621.

11 Ibid.

12 Ibid., pp. 620-621.

13 El evangelista
no precisa la edad de Simeón, pero según el Pseudo Mateo tenía 112 años; véase supra
n. 2. Ahí mismo se dice que, después de haber agradecido al Señor ver al
infante, le adoró y que "le tomó en su manto".

14 "Ahora,
Señor, puedes dejar morir a tu siervo en paz, según tu palabra, porque mis ojos
han visto la salvación que tú has preparado a la faz de todos los pueblos, luz
de revelación para los gentiles y gloria para tu pueblo, Israel" (Lucas 2,
29-32).

15 Al respecto no
está de más recordar que también Pacheco recoge la idea de que José y María ofrecieron
la ofrenda de los pobres, no por serlo ellos, sino por manifestar así su amor a
la pobreza; op. cit., p. 619.

16 Héctor H.
Schenone, Iconografía del arte colonial. Jesucristo, Buenos Aires,
Fundación Tarea, 1998, p. 55. Y no parece estar de más recordar que en el mundo
católico, gradualmente, los cirios encendidos empezaron a utilizarse como
representación de Jesús, y que con ese nuevo sentido se contribuía al
enriquecimiento de las distintas ceremonias: la cera fue entendida como su
cuerpo y carne virginal; la mecha en el cirio escondida, como su alma que a su
cuerpo da vida, y la llama que ilumina como muestra de su divinidad; véase
Santiago de la Vorágine, La leyenda dorada, 2 vols., Madrid, Alianza,
1982, vol. 1, p. 162.

17 Juan Antonio
Ramírez, Construcciones ilusorias. Arquitecturas descritas, arquitecturas
pintadas, Madrid, Alianza, 1983, p. 206.

18 Manuel
Toussaint, Catálogo de pinturas. Sección colonial, México, Museo
Nacional de Artes Plásticas, 1934, p. 21, núm. 18. Aunque la diferencia no es
grave, la registra con las medidas de 245 por 161 centímetros.

19 Manuel
Toussaint, Pintura colonial en México, México, HE, UNAM, 1965, p. 93.

20 Las medidas de
este cuadro (242 por 152.5 cm) son mucho más cercanas a las que presentan los
cuadros de La Adoración de los reyes (248 por 155.5) y de La oración
en el huerto (246.5 por 153.3) que llegaron de La Profesa, que las que
presentan los cuadros de La Visitación (253.5 por 165.5) y de La
Porciúncula ( 2 5 1 . 5 por 165) que proceden de Tlatelolco.

21 Guillermo
Tovar de Teresa, Pintura y escultura del Renacimiento en México, México,
INAH, 1979, pp. 183 y 464, y Pintura y escultura en Nuera España (1557-1640),
México, Azabache, 1992, p. 118.


Descripción: 

Representada en
varios planos de profundidad, la escena se desarrolla en el interior de una
amplia habitación y al pie de un altar precedido de tres gradas, el cual queda
cubierto con un rojo mantel y ennoblecido con un amplio cortinaje de color
verde que cuelga de la parte alta. Casi al centro de la composición queda el
Niño Jesús, cuyo cuerpecillo totalmente desnudo es ofrecido a Dios por el
anciano Simeón, quien, ricamente ataviado como sacerdote judío, eleva su
mirada, al tiempo que lo sostiene en sus brazos con un paño blanco. Del lado
derecho se encuentran la Virgen y san José. Ella está sobre la primer grada,
arrodillada de tres cuartos, pero con la cabeza de perfil y los brazos abiertos.
San José, de pie, a espaldas de María, tiene también los brazos abiertos y se encuentra
casi de espaldas, pero con la cabeza girada sobre su hombro izquierdo y la
mirada dirigida hacia fuera de la composición. En el extremo izquierdo de la
parte baja se encuentra la profetisa Ana, mujer de cierta edad que,
semiarrodillada al pie de la primera grada, tiene la cabeza casi de perfil, la
mirada baja y los brazos abiertos. Detrás de ella, en un plano poco más
profundo, está un monaguillo, en edad adolescente, sosteniendo un cirio. En
planos más profundos se distinguen siete hombres más, divididos en dos grupos:
tres del lado izquierdo, a espaldas de Simeón, y los otros cuatro, por encima de
la figura de la Virgen; en cada uno de los grupos se observa un personaje
tocado con turbante. Cierra la composición un muro al fondo, en el que se ve
una pilastra en el extremo izquierdo, y casi al centro un vano abocinado de
arco peraltado, cuya parte inferior cierra una cortina que deja libre la parte
superior, por donde se distingue un espacio más profundo y mejor iluminado,
cerrado a su vez por otro muro en el que destaca una ventana oval. En la parte
superior, una entrada de gloria en cuyo centro se abren las nubes para dejar ver
la paloma del Espíritu Santo, envuelta en un vivo resplandor.


  • INFORMACIÓN DE LA OBRA
  • BALTASAR DE ECHAVE ORIO
  • La Presentación del Niño al templo
  • TIPO DE OBJETO
  • Pintura
  • TÉCNICA
  • Óleo sobre tabla
  • MEDIDAS
  • 247 x 153 cm
  • PERIODO
  • Siglo XVII
  • DISCIPLINA
  • Pintura
  • NÚMERO DE INVENTARIO
  • 3084