La figura y la pintura de Manuel Rodríguez Lozano
me han despertado a la palabra “duelo”. Por noti-
cias de quienes lo conocieron –algunos de ellos en
el ambiente pictórico, otros en el taurino–, sabía
de su carácter irascible y su delirio de grandeza,
pero al adentrarme en su pintura, sobre todo la de
la última etapa, me cautivó la visible contradicción
entre fijeza y fragilidad. Brillante, desenfadado,
satírico, irreductible: conforme usufructuaba su
madurez como artista, parecía arrastrar un pro-
fundo dolor atado a una autoestima muy vulne-
rada. Manteniendo una presencia pública como
duelista que todo el tiempo se dolía, llevaba un
aparente quebranto relacionado con la muerte,
con el combate, con el escarnio –algo, por otra
parte muy cercano a la personalidad de ciertos
toreros– mientras daba pases de castigo en sus
artículos críticos que publicaba en
Hoy, Mañana
y
Excélsior
, siempre reclamando mayor atención
para su trabajo y trayectoria. Al leer los artículos
periodísticos que escribió y las entrevistas que
concedió durante su etapa activa,
1
se me confirma
el doble duelo de Rodríguez Lozano. El primero
señala una pertinaz disposición para el combate
público sancionado por testigos; el segundo se
refiere al dolor, especialmente al luto. Combate y
luto se acendraron en su apogeo y ocaso como
artista, desde la serie de los tableros de Santa Ana
muerta, (1932 –1933), en donde emplaza defini-
tivamente a dolientes y plañideras, pasando por
La piedad en el desierto
(1941 –1942), hasta los
más de quince años de la llamada “época blanca”,
esos cuadros últimos dominados por la luz lunar,
digamos poscrepuscular, de una paleta de azules
y verdes oscuros, grises, blancos y negros, varios
de ellos sugerentes de un contexto de guerra y
atezados por la aflicción femenina, la violencia, la
postración, las separaciones, siempre en una at-
mósfera de fatalidad.
En su acepción de enfrentamiento entre dos
combatientes, “duelo” deriva del latín
bellum
(
due-
llum
), guerra, procedencia que traigo al caso por-
que como duelista y doliente Rodríguez Lozano
se manifestó contrariado una y otra vez, cuando
no horrorizado, por las guerras que le tocaron en
vida: la Revolución mexicana, cuyo derramamien-
to de sangre habría servido –a su juicio– para arri-
mar al poder a una gavilla de estafadores y cuyo
fruto fue “una miseria mayor para el pueblo y una
riqueza más grande para los dirigentes”,
2
la Prime-
ra guerra mundial que vivió de joven en Europa,
la guerra Cristera y la segunda Guerra Mundial
cuyos horrores denunció repetidamente como el
summum
de la barbarie, para más tarde deplorar
la llamada Guerra fría. Añádase a lo anterior su
experiencia como reo en la penitenciaría de Le-
cumberri donde, en carne propia y compartiendo
vida y testimonios con sus compañeros de prisión,
conoció aspectos absurdos y torvos del conflicto
social. Con un retintín de falso orgullo reivindicaba
como golpe de suerte el haber caído en la cárcel,
pues esa situación lo había colocado entre los su-
yos, con los desposeídos, con la gente del pueblo,
pero luego se condolía por la mala fe y la injusticia
LOS DUELOS DE
MANUEL RODR ÍGUEZ LOZANO
J A I M E MO R E NO V I L L A R R E A L
1
Textos recogidos en
Manuel Rodríguez
Lozano, Pensamiento y
pintura, pról. de Rodolfo
Usigl i, México, Imprenta
Universitaria, 1960 p.
388.
2
En los años cincuenta del
pasado siglo, el pintor se
sumó decididamente al
discurso del “fracaso de
la Revolución”. Véase “El
porvenir de la pintura
mexicana”, Ibid., p. 39.
Tina Modotti, atribuída, Manuel Rodríguez Lozano,
ca
. 1928 (cat. 20)