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Juan Manuel Corrales Calvo
comenzaran a familiarizarse con los pinceles y los soportes empleados, y
acto seguido pasar al proceso de ejecución tanto con modelos como con bo‑
degones. En algunos momentos desarrollaron ejercicios al aire libre en los
que practicaban con la inmediatez de una sombra, un destello fugaz de luz,
además de las perspectivas de la ciudad y del paisaje.
El 26 de octubre de 1923, nace en Saltillo, su primer hijo al que nom‑
bran Mario Herrera Scaccioni. El nacimiento de este niño llenará de gozo y
felicidad al matrimonio. Dora era una mujer joven de gran belleza que supo
adaptarse perfectamente a la vida en la ciudad; esposa y madre ejemplar fue
un gran soporte para Rubén. Su cabello oscuro y largo, siempre estaba reco‑
gido con el rigor de la moda de la época, sus ojos eran grandes y profundos
con una mirada que irradiaba tranquilidad; su cuerpo delgado la hacía ser
una mujer elegante y distinguida, siempre preocupada por su familia, su ma‑
rido y su hijo. Rubén, por su parte, era un hombre alto, de cabello negro hir‑
suto, ojos oscuros, de mirada penetrante, que lo hacían parecer frío. De tez
morena, nariz larga y delgada, labios gruesos y mentón firme, facciones bien
definidas que imprimían un carácter particular, de apariencia ruda pero con
alma de niño.
A principios de 1928, Dora Scaccioni, embarazada de nuevo, viaja con
su hijo Mario a Roma. El 9 de junio de ese año, nacerá en esa ciudad italiana
una niña, que llenará de felicidad a la pareja: María Romana.
El maestro Herrera continúa con su trabajo al frente de la Academia de
Pintura. En 1928 realiza una selección de las obras de sus alumnos para que
participen en la Exposición Iberoamericana de Sevilla.
El año de 1930 será de fuertes embates en la vida de Rubén Herrera,
pues suceden acontecimientos que lo llenan de satisfacción, como la premia‑
ción de sus alumnos en Sevilla y otros muy tristes como la muerte de su maes‑
tro Sánchez Uresti. Rubén sigue impartiendo clases en la Academia de Pintura
instalada en el Ateneo Fuente por las mañanas y proyecta acondicionar el in‑
vernadero de la Alameda, diseñando los espacios necesarios y planeando las
intervenciones más convenientes de las instalaciones, con la ayuda de su car‑
pintero (“Espinoza”) para dar clases ahí por las tardes. Pero estos proyectos
se verán interrumpidos por el retiro del subsidio con que contaba para la Aca‑
demia y la determinación oficial de su clausura en 1931.
(Fig. 9)
Ante la cancelación del apoyo económico para la Academia, Rubén
Herrera realiza todo tipo de gestiones para evitar su clausura, sin lograrlo.
Este hecho provocará que todas sus esperanzas se vean destruidas por una
decisión política que no tiene en cuenta los múltiples beneficios que la
Academia había brindado a la juventud coahuilense y del norte del país, y los
logros que se habían obtenido en tan corto tiempo. Es fácil imaginar el sen‑
timiento de desengaño profesional y la situación de desesperación que expe‑
rimenta Rubén Herrera al verse obligado a cerrar la prestigiosa institución
educativa, que tras mucho esfuerzo y empeño había logrado fundar diez
años antes. Permanece en su ciudad natal hasta 1933, año en el que le ofrecen
un puesto acorde a su trabajo en la Secretaria de Comunicaciones y Obras