LOS DUELOS DE MANUEL RODR ÍGUEZ LOZANO
JAIME MORENO V I L LARREAL
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mural en el Hotel Jardín, residencia de Francis-
co Sergio Iturbe, su mecenas durante un tiempo.
Tendida en arco sobre el vano arquitectónico, ro-
deada de dolientes, la figura remite al sacrificio de
Cristo, y en específico al subgénero de la Lamen-
tación de Cristo, imágenes de su cuerpo recién
descendido de la cruz y llorado por las mujeres.
Tanto
El holocausto
como
La revolución
son versio-
nes laicizadas de las Lamentaciones y la Piedad,
mientras que otra obra de la época,
El arco en
la tierra
(1944), explora otras Lamentaciones y el
Descendimiento de la Cruz (aunque con el des-
plome de un cuerpo femenino). El Cristo tendido
en arco dorsal no es una imagen muy común, lo
que le añade ciertamente fuerza a la traslación de
Rodríguez Lozano. Se encuentra en la
Lamenta-
ción de Cristo
de Botticelli (
ca
. 1490, Pinacoteca
de Múnich), pero cuenta además con el antece-
dente extraordinario de
La Pietà de Villeneuve-lès-
Avignon
(
ca
. 1455) de Enguerrand Quarton, obra
que ya se hallaba en el Museo del Louvre cuando
Manuel Rodríguez Lozano radicó en París (la pie-
za fue adquirida por dicho museo en 1904). En
ambas Lamentaciones el cuerpo del sacrificado
se tiende en arco dorsal sobre las rodillas de la
Virgen, tal como en
La revolución,
mientras que en
El holocausto,
el soporte improbable de la ventana
parecería sustentarlo sobre un ara o un elemento
funerario. En el primitivismo de la extraordinaria
visión de Enguerrand Quarton se presiente una
afinidad que bien pudo ser actualizada por el pin-
tor mexicano.
Por lo demás, Rodríguez Lozano transmitió el
vigor de la iconografía del duelo a algunos artistas
jóvenes de la siguiente generación, como Francis-
co Zúñiga y Ricardo Martínez. Hacia fines de los
años cincuenta había establecido ya, mediante el
estudio del drama social, del regateo y el cainis-
mo, de la guerra y el duelo, un imaginario mexi-
cano de carácter inconfundible, pero con rasgos
de vida campirana que iban perdiéndose en el ho-
rizonte, en tiempos en que también la novela de
la revolución alcanzaba su intenso crepúsculo en
las obras de Juan Rulfo y en
La muerte de Artemio
Cruz
de Carlos Fuentes. José Clemente Orozco
había muerto en 1949, Diego Rivera en 1957. Los
viejos combatientes iban deponiendo las armas.
En 1958 se realiza la Bienal de Pintura en el Pala-
cio de Bellas Artes, a la que Rodríguez Lozano se
niega a concurrir. El triunfador fue Francisco Goi-
tia. En torno a la bienal, un periodista le pregunta
a Manuel Rodríguez Lozano su opinión sobre el
premio conferido a Goitia:
Lo encuentro absurdo, porque el cuadro al que
fue adjudicado, según tengo entendido fue pin-
tado en 1927. Un cuadro académico, fiel reflejo
de la forma en que pintaban entonces los de San
Carlos. Ahora bien, aceptando que el cuadro fue-
se bueno, su lugar debería estar en un museo y
no en una exposición. Por otra parte, y esto es
lo fundamental: ¿qué estímulo puede haber para
el movimiento pictórico mexicano si se premia
precisamente a un pintor que no ha figurado en