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Álvaro Obregón. Pero fue también en ese momen-
to cuando un sector de la pintura mexicana se
convirtió en pintura oficial. En el transcurso del
tiempo ese grupo privilegiado fue reduciéndose
hasta terminar en tres pintores que negaron a to-
dos los demás y que buscaban y obtuvieron el
acaparamiento exclusivo de todas las obras. Vol-
vemos al mismo razonamiento: “Antes, los demás
nos fastidiaban porque carecíamos de las cosas.
Ahora que las tenemos, nosotros fastidiamos a
los demás.” He aquí el doble filo del resentimiento
del mexicano, que no es sino el eterno complejo
de Caín.
11
El pintor tematizaba su inscripción personal en
el gremio de los pintores y en la sociedad mexi-
cana asumiéndose en pugna de hermanos, y los
temas atinentes a la figura de Caín, como el mal,
el asesinato y la caída, la venganza y el castigo,
así como el reconocimiento de la culpabilidad y
la errancia,
12
parecen vislumbrarse efectivamente
en la iconografía de la “época blanca” mediante la
representación de relaciones familiares y afectivas
rotas.
Evocando la saga de los hermanos enemigos
que vivió con José Clemente Orozco, cabe mencio-
nar que Rodríguez Lozano recurría a la iconografía
religiosa para componer sus temas. Esto es por
demás evidente en
La piedad en el desierto;
pero
cabe subrayarlo porque en algún momento repro-
chó a Orozco precisamente el valerse de ese recur-
so: “Orozco, que antes se comió a los curas, a las
beatas y a la iglesia, decora hoy templos con calva-
rios, resurrecciones de Lázaro, Apocalipsis y otros
temas religiosos.”
13
En efecto, Orozco retomaba
explícitamente esa iconografía; mientras que Ro-
dríguez Lozano lo hizo a la callada. Si ya existe ese
timbre en los tableros de Santa Ana muerta
,
donde
las dolientes se ahorman a la tradición iconográfica
de la muerte de la madre de la Virgen María, por
más que Rodríguez Lozano laicizara su aproxima-
ción, el vínculo es tan patente como mantenido en
el misterio.
14
El hecho es que a partir de entonces,
Rodríguez Lozano extrae de la imaginería religiosa
las figuras del duelo, y entre ellas la imagen cris-
tológica del hombre caído. Por lo demás, es de
notar que el rebozo blanco que caracteriza a sus
adustas mujeres de la “época blanca”, totalmente
atípico en el mundo rural mexicano, recuerda a la
cofia o manto blanco de la Virgen, y desde luego
de la Virgen doliente a la vera del Hijo sacrificado.
Con todo, Rodríguez Lozano logra crear a partir de
ese trasfondo pío un
pathos
singular, austero y de
profunda emotividad. Ahí quiso tocar el alma del
pueblo mexicano, en un mundo sublunar de rap-
tos, traiciones, muertes y abandonos, en el que no
dejan de presentarse escenas que parecen tópicas
del cine mexicano de la época, como en
El incen-
dio
(1943) y
La partida
(1958).
Del fondo iconográfico religioso al que el
artista recurrió resalta, como he dicho, la figura
del hombre caído en arco dorsal, en
El holocausto
(1944) y
La revolución
(
ca
. 1944 –1945) que en el
primer caso fue concebido para una decoración
11
Op. cit., p. 193.
12
Recordemos que Caín es
condenado a expiar su
culpa errando.
13
“Pol ítica y arte”, en
Pensamiento y pintura,
op. cit., p. 112.
14
¿Por qué acordaron el
pintor y el coleccionista
comitente Francisco
Sergio Iturbe la
real ización de la serie
Santa Ana muerta? A la
fecha, se desconoce la
razón, aunque se sabe
que la madre de Iturbe
había muerto
recientemente. Véase la
nota de Mireida
Velázquez sobre la serie
en el catálogo Francisco
Iturbe, coleccionista. El
mecenazgo como
práctica de la l ibertad,
México, Museo de Arte
Moderno, 2007, p. 98.
El cainismo,
1947 (cat. 48)