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DOSSI ER
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2012
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EL PLACER Y EL ORDEN.
ORSAY EN EL MUNAL
JUEGO Y CIVILIZACIÓN
Ariel Rodríguez Kuri
A CONTINUACIÓN PRESENTAMOS UN ADELANTO DEL CATÁLOGO QUE ACOMPAÑA A LA
EXPOSICIÓN, DONDE EL DIRECTOR DEL CENTRO DE ESTUDIOS HISTÓRICOS DE EL COLEGIO
DE MÉXICO AHONDA EN EL CONCEPTO DE CIVILIZACIÓN, Y EXPLICA QUE EL JUEGO ES
EN SÍ MISMO UN ORDEN QUE GRAVITA SOBRE EL GOCE Y EL PLACER.
A
l g o
que rebasa la
mera curiosidad intelectual
ha hecho del periodo compren-
dido entre las derrotas de las
revoluciones de 1848 y el inicio
de la primera Guerra Mundial
un momento de fascinación casi
absoluta. Nuestra conexión con
ese pasado se da en tanto be-
neficiarios del proceso moderno
de civilización, que Europa usu-
fructuó hasta casi monopolizarlo.
Hubo un tiempo, no muy lejano
(hablamos de dos o tres décadas
en el pasado) en que la idea de
civilización estuvo casi proscrita
de ciertos análisis y narrativas.
Hoy hemos recuperado, con me-
nos culpa, la palabra civilización,
sin dejar de reconocer que su
campo semántico y su historia
política y material están atrave-
sados por los racismos, los im-
perialismos y otros pecados del
mundo moderno.
Pero “civilización” puede ser
una noción de extrema nobleza y
utilidad. Parafraseando a Norbert
Elías, digamos que civilización
significa la domesticación del
guerrero, del matón. No la del
guerrero que habita tierras lejanas
y distintas, sino del que vive con
nosotros, en nosotros. Interprete-
mos de otra manera la civilización:
el conjunto de dispositivos que
nos permiten organizar el mundo
con el fin de crear las condiciones
de posibilidad para una conviven-
cia humana sensata (e imperfecta,
no hay remedio), de pretensiones
ecuménicas, es decir, para todos.
Civilización e impresionismo: si
pensamos por un momento en al-
gunos motivos del impresionismo
y sus secuelas, éste se presenta
como la sinécdoque de la civiliza-
ción —no la resume pero la expre-
sa a cabalidad. Civilización no es
sólo el baúl inmenso de nuestro
legado, sino también la lente para
mirar, menos escépticos, el gran
m o m e n -
to civilizatorio
de Europa entre 1850
y 1910 (y haciéndonos cargo,
inevitablemente, de sus
negaciones, al estilo del
aplastamiento de la Co-
muna de París y de los
experimentos coloniales).
Porque de todos modos
habremos de mirar e
interpretar las entrañas
europeas con su máximo
fracaso, la Gran Guerra
de 1914-1918, que cie-
rra el ciclo de cualquier
entusiasmo. Como escri-
bió George Steiner, de
la inocencia de Europa,
del incendio homicida
en “el jardín imaginado
de la cultura liberal” del
siglo XIX, “de la salida
voluntaria del Edén” y
del intento “pragmático
por quemarlo detrás de
nosotros” hay mucho to-
davía por decir. En la no-
che europea, la que sigue
a noviembre de 1918, aparecieron
los fantasmas del leninismo, del
fascismo, del nazismo y del estali-
nismo. Sea cual fuere la definición
y explicación de estos modelos
políticos, en los cuatro casos es-
tamos hablando de una negación
ideológica enfática e inequívoca
de los valores del liberalismo polí-
tico y de un recurso sistemático a
otras formas de apelación política
y de organización estatal. Estamos
hablando, más aún, de una exacer-
bación al menos en parte inducida
y sin precedentes del conflicto po-
lítico y social, que desembocó en
guerras civiles virtuales o reales y en
la institucionalización de regíme-
nes totalitarios. Por eso, insisto, el
entendimiento del periodo ante-
rior a 1914 es para nosotros crucial.
Más allá de cualquier intento de
definición rigurosa del impresio-
nismo, éste, en tanto hecho de la
civilización, debe ser pensado en
un marco amplio. Mi perspectiva
no es la de su evolución, ruptura y
consagración dentro y fuera de las
tradiciones pictóricas y sensibles
—tarea reservada al historiador
del arte— sino la de sus censuras
y contradicciones en el devenir de
los tiempos modernos. ¿Cómo
una corriente pictórica expresa el
alma de una época? En principio,
y es una hipótesis para nuestro
caso, a través de cuatro grandes
impulsos emocionales e intelec-
tuales que marcarán, a veces con
sutileza y a veces a golpe de mar-
t i l l o ,
el expe-
rimento moder-
nista de Europa: el juego
como dispositivo para la creación
y contemplación del arte;
la secularización del alma
del artista y de la de su pú-
blico; la consagración del
ciudadano como público; y
la representación pictórica
como problema no sólo de
la historia del arte sino de la
realidad misma. Debemos
a Schiller la idea de que “el
hombre solamente juega
cuando, en el sentido com-
pleto de la palabra, es hom-
bre y solamente es hombre
completo cuando juega”.
Aquí, el juego es mucho
más que una astucia en
la dialéctica de la vida y la
forma. El juego en Schiller
es un compromiso de tota-
lidad, una gran síntesis para,
instrumentalizada,
dejar
atrás las dicotomías, viejas y
estériles, entre forma y vida,
figura y materia. Schiller
busca una estetización de la vida
y no sólo una teoría de lo bello.
Pero es justamente aquí, frente a
lo bello, cuando el hombre pone
en funcionamiento sus instrumen-
tos intelectuales y sensibles para
proyectarse en todos los órdenes
del mundo de una manera total,
armónica. Schiller no entiende el
juego en el sentido más pedestre
del término; al contrario el juego
es un recurso indispensable para
que el hombre recupere su huma-
nidad y arrebate a la modernidad
su tendencia a poner serias las co-
sas, a imaginarlas sólo en cuanto a
su utilidad o formalidad. El juego
es un gesto y una actitud leve-
mente irónicos, y una salvación to-
tal de la cultura. Rudiger Safranky
ha
pro-
puesto
un
símil entre el juego
schilleriano y el erotismo. Sin el
erotismo el hombre estaría preso
sólo de su impulso sexual. El de-
seo no reconfigurado, no civiliza-
do, conlleva un enorme potencial
de violencia. El impulso, el deseo
en bruto, no re-significado, haría
imposible la convivencia pues no
habría códigos (amorosos, eróti-
cos) sino dominación. Es la ritua-
lización, el juego que convierte el
impulso en deseo (ése que está
en la psique y en la cultura), lo
que permite extender su dominio
y potenciar el goce. Así por el esti-
lo, el juego imaginado por Schiller
en y desde la experiencia estética:
que el hombre juegue con lo be-
llo para resignificarlo y proyectarlo,
más allá de la experiencia artística,
hacia toda otra realidad no huma-
nizada aún por la belleza.
El juego: hablamos de con-
juntos de rituales, sensibilida-
des, prácticas cívicas y políticas,
combinaciones problemáticas de
optimismos y pesimismos, pensa-
miento crítico, que al final organi-
zan —intersecados— el edificio
asimétrico y fluctuante de la civili-
zación. El artista juega y ello obli-
ga a una interpretación más com-
prehensiva de los problemas que
relacionan la civilización y el arte
moderno. He aquí una estación
obligada en nuestra reflexión. Es
cierto que la idea de civilización
supone la existencia de un orden
pero es verdad también que no
todo orden está en la esfera de
lo que Schiller llamaba lo muy se-
rio. El juego como subvertidor de
la realidad no es lo contrario del
orden, no está en sus antípodas;
el juego es en sí mismo un orden,
otro orden que gravita sobre el
goce y el placer. El artista, el ju-
gador, juega hasta reconfigurar el
orden; juega hasta llevar el orden
a sus límites; juega hasta trasto-
car la percepción del orden.