Museo Nacional de Arte

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2018-03-07

Los comunes digitales

Con motivo de la participación de Alberto López Cuenca en el encuentro Museos 3.0, compartimos el segundo capítulo de su libro 'Los comunes digitales: Nuevas ecologías del trabajo artístico', donde el investigador delinea un horizonte ético y tecnológico de lo digital en el mundo cultural.

Hace unos años Hito Steyerl declaraba la muerte de internet. El motivo para afirmar esto era simple y, en realidad, no distaba mucho de los argumentos esgrimidos previamente respecto a la muerte del arte: Internet ya no era distinguible, se había integrado en la vida cotidiana. Internet, pues, moría como un ámbito distintivo de la experiencia al disolverse y reconfigurar la experiencia misma. Si esto es cierto, ¿qué posibilidades se abren para reactivar los comunes en la era de la disolución de internet? ¿Cómo pueden desplegarse las prácticas artísticas digitales en la tarea de reactivar los comunes?

 

 

Materialidades digitales

“La condición suprema de internet,” escribe Steyerl, “no es la de una interfaz sino la de un medio ambiente” (“Too Much World: Is the Internet Dead?”, 4). Esto equivale a decir que internet no es un mero transmisor de datos porque pasa a arraigarse materialmente en la cotidianeidad de una forma indistinguible. Internet se da off line como un modo de vida, de producción, de vigilancia, de organización. No deja de tener un tono un tanto simplista el presupuesto de Steyerl pues internet nunca fue sólo un transmisor de datos. De hecho, ninguna tecnología es simplemente un dispositivo: las tecnologías son las configuraciones sociales y las prácticas que mediante ellas se establecen. No obstante, sobre lo que llama acertadamente la atención Steyerl es que hemos dejado de percibir las mediaciones puestas en marcha por los usos de internet.

 

Still de “How Not to Be Seen: a Fucking Didactic Educational .Mov” (2013) de Hito Steyerl.

 

Aunque no la cita en ningún momento, la postura de Steyerl resuena con la que, a fines de la década de los sesenta, expuso Guy Debord en La sociedad del espectáculo cuando caracterizó precisamente el espectáculo no como un mero conjunto de imágenes que nos tiene ensimismados sino como: “una relación social entre personas mediadas por las imágenes” (Sociedad del espectáculo, 4). De las imágenes de internet puede decirse que, en general, las tecnologías y especialmente las ligadas a la comunicación, son una relación social. No habría que hablar tanto de internet como de una relación social mediada por internet. Como señalara Jesús Martín Barbero, no hablemos de medios sino de mediaciones. Por ello Steyerl se permite afirmar que la expansión de internet es su disolución, su muerte: ya no podemos advertir cómo (inter)media.

 

Ahora bien, hay modos distintos de disolverse y, al hacerlo, transformar la vida social. Esas modificaciones no son evidentes ni predecibles. Requieren, primero, ser materialmente absorbidas y, luego, si es que contamos con la posibilidad de la crítica para ello, advertidas sus mediaciones. Como escribiera José Luis Brea en La era postmedia:

 

La potencia de su impacto en el sistema de los objetos es instantánea: como una oleada en todas direcciones —la técnica modifica y trastorna a cada instante el modo de darse el universo de los objetos, transfigurado en una sucesión infinita de fantasmagorías cuyo asentarse decide el status quo de cada tiempo, de cada época. En los órdenes de la conciencia, sin embargo, el efecto parece más lento. Pero esa lentitud es sólo apariencia —es sólo la lentitud aparente que lo instantáneo tiene para percibirse a sí mismo. O, digamos, la lentitud de lo que inevitablemente ocurre —un instante más tarde, siempre en diferido.

 

Desde el momento en que internet eclosiona y va más allá del ámbito militar y académico en el que había estado previamente recluido, es decir, de mediados a finales de los noventa, aún podía decirse que era percibido como un cuerpo extraño a su época, una novedad tecnológica en su uso civil. Su disolución material comenzaría a definirse con el auge de la denominada web 2.0, la creciente capacidad de transmisión de datos y almacenaje y el abaratamiento de las computadores. Si las estadísticas del International Communications Union de Naciones Unidas son creíbles, de un 2% de usuarios en promedio en el mundo en 1997 se pasaría a un estimado de 40% en 2014 (78% en los “países desarrollados”). La cuestión de fondo es precisar cómo se despliegan y articulan las redes que definen las conexiones específicas entre esos nuevos actores digitales. Esas maneras han sido sobradamente caracterizadas, quizás en un tono un tanto optimista, como horizontales, rizomáticas, desjerarquizadas, descentralizadas. Si Steyerl tiene razón, en su disolución en la vida cotidiana esas características serían transferidas a los nuevos modos de asociación.

 

Puesto en otros términos, la ecología de la red —las maneras de organizarse en y mediante ella— no quedaría sólo en el ámbito digital sino que articularía otras formas de organización social. Cabría así hablar, frente a los precipitados discursos sobre la desmaterialización que supuestamente caracteriza a la era digital, de nuevas materialidades digitales. Ésta no es, en absoluto, una cuestión menor. En Organized Networks, Ned Rossiter plantea las limitaciones y, en ocasiones, inoperancia de las instituciones modernas: partidos políticos, sistemas de salud pública, sindicatos, universidades, etcétera. La respuesta frente a esto, siguiendo a Scott Lash, es que nos encontramos con un nuevo tipo de desorganización, que no significa la ausencia de organización sino el desfondamiento de las organizaciones tradicionales y el surgimiento de otras formas de asociación (Critique of Information, 39-40).

 

Un caso evidente en el que la era digital se materializa se advierte en los modos de transformación de la ciudad. Ésta ya no se reharía mediante planificaciones verticales sino de modos más desestructurados. Hace ya algunos años, en un tono ciertamente triunfalista, el urbanista Richard Florida proclamó el advenimiento de la clase creativa, un grupo social que supuestamente se caracterizaba por el “uso de su mente” y la solución innovadora a problemas de múltiples ámbitos, desde el más obvio de las artes, hasta el de la ingeniería o las finanzas (The Rise of the Creative Class, 39). En un texto posterior, The City and the Creative Class, Florida ligaba la transformación de la ciudad contemporánea a las tres T’s (“Technology, Talent, Tolerance”). Dejando de lado la difícilmente sostenible conclusión de que, como argumentara en un principio Florida, esto significa una forma de enriquecimiento de la ciudadanía en su conjunto y no el de una élite, lo cierto es que la ciudad se vio reorganizada por estas prácticas supuestamente inmateriales: encarecimiento de las rentas y gentrificación, desplazamiento de la población, “rescates” de los centros de las ciudades para atraer turismo, conversión de barrios enteros en zonas de ocio y entretenimiento para la clase creativa. Nos encontramos con las nuevas (y violentas) geografías urbanas necesarias para un nuevo “modo de producción creativa digital”. Este modo de producción está ligado a una reordenación y revalorización del espacio urbano apoyado en múltiples estrategias, desde las proyecciones multimedia, al eslogan de “ciudades inteligentes”, smart mobs, hubs, espacios de co-working. El Laboratorio de la Ciudad de México, dependiente de la Agencia de Gestión Urbana del gobierno del Distrito Federal es un caso claro de think tank [laboratorio de ideas] en estas transformaciones de la ciudad que cabe denominar mediaciones urbanas digitales. Así que más que ligar tecnologías digitales y desmaterialización hay que preguntarse por las nuevas materialidades, muchas de ellas, como se verá, desorganizadas y con orientaciones menos economicistas y especulativas, que pueden desplegarse con la digitalización.

 

Tercera sesión del 'Salón MUNAL' (2017), una iniciativa del artista Daniel Godínez Nivón (CDMX, 1985) para la comunidad digital del museo.

 

Solidaridad digital

En Digital Solidarity, Felix Stalder hace un retrato de los que considera los rasgos definitorios de estas nuevas materialidades, donde —ante la complejidad y amplitud del entramado de conocimiento y experiencias dispuestos por la digitalización—, no podemos sino admitir que cada vez los alcanzamos a comprender menos de manera individual. Sin embargo, nos estaríamos haciendo más inteligentes colectivamente. Este no es un argumento original, los gurús del neoliberalismo digital y del crowdsourcing ya dictaminaron hace años que las nuevas cuencas de explotación económica se encontraban en el saber de la multitud conectada digitalmente, mucho más creativa, original, barata y accesible que las mentes individuales. No es sólo el mercado sino que las agencias de inteligencia y los servicios secretos son perfectamente conscientes de la vasta cantidad de información y recursos que la colectivización y circulación pública hace disponible. Tras las revelaciones que hiciera Edward Snowden en 2013 sobre el espionaje sistemático que la Agencia Nacional de Seguridad de Estados Unidos venía realizando a ciudadanos, gobiernos y todo tipo de instituciones públicas y privadas, interviniendo las comunicaciones digitales, apenas parece quedar margen para el optimismo respecto al potencial de esas inteligencias colectivas. Pareciera más bien que hubiéramos abierto la puerta sonrientes y sumado a nuestras conversaciones más íntimas al gran hermano anunciado por George Orwell.

 

Stalder, sin embargo, detecta prácticas distintas que se darían junto a la capitalización económica de esos saberes colectivos públicos o su uso por parte de las agencias de inteligencia. Las que él describe como las “nuevas formas de solidaridad”.

 

Esta solidaridad es más que un mero eslogan publicitario, está arraigada en experiencias concretas de la vida diaria, renovada mediante la acción colectiva y guiada por la convicción de que los objetivos y las aspiraciones personales no pueden lograrse en contra de otros sino con y mediante ellos. Esta solidaridad, inserta en nuevas narrativas y creando nuevos horizontes compartidos para la acción puede proveer la base para nuevas formas políticas, económicas y culturales.

 

 

Es crucial subrayar que estas formas de solidaridad no están restringidas a los intercambios digitales ni a las formas de asociación que tienen lugar por las mediaciones de internet. De hecho, más bien, las prácticas que desde ahí se generan están haciendo evidentes que ya había todo un repertorio de formas de organización basada en los comunes que habían existido antes y a la par que la lógica de mercado capitalista: formas de asociación acapitalistas (30).

 

Las nuevas materialidades digitales, aunque se desplieguen en sociedades de mercado hipervigiladas, parecen renovar las posibilidades para la solidaridad. Esto lleva a Stalder a concluir que:

 

Las redes digitales son un elemento esencial en la reconstrucción contemporánea de la autonomía y la solidaridad, aun cuando su presencia empírica e importancia varíen entre casos. Por lo tanto, no es ninguna coincidencia que muchos de los valores que han estado insertos en las tecnologías digitales sean prominentes en esta nueva cultura y esto contribuya a la revitalización de acercamientos autonomistas.

 

Esta cultura de la solidaridad digital, que estaría animada por un trabajo voluntario y conjunto para un beneficio mutuo, se manifiesta cotidianamente en los lugares por todos conocidos, como las múltiples formas de colectivización de saberes mediante las wikis y todas las formas de open source en editoriales (Open Humanities Press), construcción (wikihouse), educación musical (orchestrationonline) o, claro, el open source software, por mencionar algunas. Según Stalder, estas prácticas se guiarían por un valor determinante: el de compartir.

 

Bajo todo esto está el que quizá sea el metavalor de esta cultura: compartir. Compartir es hacer disponible para otros un recurso sin la expectativa de una devolución inmediata o directa. Esto diferencia notablemente el acto de compartir del intercambio en el mercado que está siempre comerciando equivalencias (p. ej. bienes por dinero) como del regalo, del que se espera que sea devuelto o reciprocado en un momento posterior, como Marcel Mauss famosamente mostró.

 

En torno a las prácticas de compartir se articulan distintas formas de asociación. Stalder enumera las asambleas, los enjambres y las redes débiles. Junto a ellas, la que es de especial interés aquí, está los comunes que Stalder intenta definir, siguiendo a Elinor Ostrom, como: “procesos organizados a largo plazo mediante los cuales un grupo de personas gestiona una fuente física o de información para su uso conjunto” (31).

 

Stalder es consciente de que estas formas de asociación digitales son marginales, aun cuando puedan movilizar a miles de personas, en comparación con otras organizaciones más tradicionales, desde la escuela a la fábrica, que aunque también se ven inmersas en las nuevas materialidades de la digitalización tienden a permanecer mucho más jerarquizadas y orientadas a estimular el tejido productivo del capitalismo. Estas formas apenas comienzan a cobrar presencia en nuestros días y aparecen especialmente ligadas a jóvenes globales. 

 

La disolución de internet en lo que se ha denominado materialidades digitales es difícilmente predecible y arduamente cartografiable. Si Stalder está en lo correcto, tanto la activación de agresivas estrategias de control y vigilancia como mecanismos de desposesión y capitalización de las inteligencias colectivas se han puesto en marcha a la par que una renovada solidaridad digital, ligada al compartir y a la recuperación de los comunes.

 

'El Objeto de la Ausencia' (2013) en el Museo Universitario del Chopo. Un proyecto del colectivo Tráfico Libre de Conocimientos (TLC) y Jaime Lobato.

 

El arte de los comunes digitales

Como se señaló en el capítulo previo, los modos de hacer de los artistas han mantenido una ambigua relación con la lógica de mercado capitalista. En lo que respecta a la conversión de esos modos de hacer en los siglos XIX y gran parte del XX en trabajo productivo, es decir, en trabajo que genere capital, su importancia ha sido anecdótica. Esa situación, sin embargo, se ha ido transformando paulatinamente en las últimas décadas con la expansión de las denominadas industrias culturales y creativas y la transformación generalizada de la cultura en un bien de consumo. Es precisamente en esa situación donde hay que rastrear las posibilidades con que cuenta el arte para hacer de un modo no previsto por esas lógicas de capitalización. Para ser más precisos, ¿cómo pueden operar las prácticas artísticas en las nuevas materialidades digitales para favorecer los comunes, la reciprocidad, el dominio colectivo y la ética del compartir?

 

La respuesta a esto no es obvia ni inmediata pues las prácticas artísticas se encuentran en un ámbito escurridizo. Han de situarse entre la ya arraigada privatización de las funciones públicas por parte del Estado dando con ello prioridad a la figura del consumidor (de cultura, de sanidad, de educación, de seguridad) y los supuestos empoderamientos ciudadanos emanados de la sociedad civil —por parte de ciertas asociaciones claramente tintadas por intereses privados, desde el Teletón y la Asociación a Favor de lo Mejor A.C. a las diversas formas de domesticación de los agenciamientos políticos ciudadanos por parte del Estado. Los comunes digitales se ubicarían entre esos difusos acotamientos y estarían ligados a otras prácticas de reivindicación de la colaboración que, como ya se ha señalado, anteceden en muchos casos tanto a la expansión de internet como al capitalismo mismo.

 

En el ámbito de las prácticas artísticas hay muchos antecedentes de modos de producción colaborativos que sortean, cuando no confrontan explícitamente, las prácticas reguladoras ligadas a la autoría, la propiedad y la producción de valor económico para apuntar hacia unos modos de hacer que se articulan de una forma mucho más desjerarquizada e igualitaria.22 John Roberts ha hecho una oportuna reflexión al respecto, distinguiendo entre el carácter evidentemente colectivo de todo trabajo artístico (el cual siempre depende del trabajo de otros: carpinteros o programadores, marchantes, críticos o el público) y el trabajo colaborativo.

 

La colaboración, como un proceso autoconsciente de producción es, sin embargo, un asunto distinto. En este sentido, la condición socialmente producida del arte se hace explícita en la forma de la obra. El trabajo en equipo, compartir habilidades e ideas a través de las disciplinas, manipular objetos prefabricados (el trabajo de otros), negociar con varias instituciones y agencias, se convierte en el medio gracias al cual, el lugar del arte en la división social del trabajo se transparenta como una forma de trabajo socializado. De este modo, el contenido colaborativo del trabajo compartido viene a ser un modo distintivo de producción mediante el que se subordina la identidad y la voluntad individual del artista a la del grupo.

 

La cuestión determinante en esta dimensión colaborativa es quiénes pueden sumarse a esos procesos y cómo. Aquí hay una diferencia crucial entre “delegar el trabajo” o “absorber” el de otros mediante el crowdsourcing, donde se lo estaría cercando y capitalizando, y generar un espacio de prácticas definidas por la reciprocidad y la propiedad colectiva. Esto se enuncia fácilmente pero es mucho más arduo de poner en marcha pues las prácticas institucionales y las organizaciones tradicionales —desde el museo al centro de arte pasando por la galería o la escuela— imponen sus modos de hacer y sus jerarquías en la división del trabajo. Lo que los comunes digitales parece que pueden hacer es desbordar esos modelos, como algunas prácticas colaborativas habrían hecho previamente. A ellas señala Roberts cuando pone de antecedentes a la Deutscher Werkbund, a la Bauhaus, a la facultad del Metfak en la Vjutemás —los Talleres de Enseñanza Superior del Arte y de la Técnica en la URSS— o a los primeros ejercicios del productivismo soviético. Todas ellas son estrategias en las que se replantean tanto el rol del autor como el alcance social del trabajo realizado y los agentes que en él intervienen.

 

Lo que se está planteando entonces es la posibilidad de intervenir mediante estrategias colaborativas para inaugurar otros espacios de sociabilidad. En este sentido, ¿quiénes son interpelados y pueden participar en condición de igualdad en esos espacios redefinidos por las nuevas materialidades digitales? Stalder sostiene que dichos espacios surgen como una nueva “esfera pública” caracterizada por la “producción social” en detrimento de una concepción moderna de esa esfera pública, la del debate democrático, que se está desarticulando (Digital Solidarity, 18). Éste es un acercamiento sumamente problemático —aunque atine al enfatizar esos otros productivismos activados por los comunes digitales—, no ya por lo intrincado del debate respecto a qué fue y qué podría ser hoy la esfera pública, un término de raigambre moderna ligado a la representatividad política y, sobre todo, al uso de los medios letrados23 sino porque la idea de esfera pública acarrea consigo connotaciones sumamente inadecuadas para intentar categorizar las posibilidades de acción respecto a los comunes abiertos por las nuevas materialidades digitales. De una parte presupone una homogeneización de esa esfera de acción, pues integra a todos los miembros por igual en las mismas condiciones en un único espacio dialógico. Las ideas modernas de sujeto legal o ciudadano ilustran en su abstracción esta homogeneización que impone la esfera pública. Es evidente que esto es precisamente lo que las críticas posmodernas resquebrajan dando pie a una pluralidad de intereses y actores que son los que habría que pensar cómo podrían concertarse de otros modos a través de mediaciones digitales. De otra parte, la idea de esfera pública pasa por alto la espinosa cuestión de la exclusión. No todos caben en la esfera pública: ni los inmigrantes ilegales, ni los indígenas que no hablen la lengua dominante, ni los mendigos, ni los presos. En un giro claramente provocador y paradójico, Daniel García Andújar, que orquesta el proyecto Technologies To The People (TTTP), lo describía de la siguiente manera:

 

Y así nació Technologies To The People ™, dirigida tanto a la gente del llamado Tercer Mundo como a los sin techo, los huérfanos, los parados, los fugitivos, los inmigrantes, los alcohólicos, los drogadictos, las personas aquejadas de disfunciones mentales y toda otra categoría de “indeseables”. Technologies To The People™ es para las personas a las que se les niega el acceso a la nueva sociedad de la información y a las nuevas tecnologías. (Latitudes, “Democratizando la sociedad informacional”, 3)

 

Con TTTP, Andújar está llamando la atención sobre el carácter intrínsecamente excluyente de todo orden tecnológico, específicamente por el dispuesto por las nuevas materialidades digitales. ¿A quiénes excluye? ¿Cómo podrían articularse estrategias de intervención artística que abran otros espacios de sociabilidad, o que redefinan el sentido de propiedad y la lógica productivista impuestas por el capitalismo financiero que conllevan la deslegitimación de parte de la población?

 

Para poder pensar respuestas a estas preguntas, para poder tan siquiera advertir las estrategias que apunten en esa dirección, es necesario enfatizar la muerte tanto de internet como del arte. Es necesario entender cómo el entrecruzamiento de internet como mediación y las prácticas artísticas colaborativas dan pie a algo que no es reconocible ni como arte ni como la interfaz de internet. ¿Cómo pueden intervenir prácticas artísticas específicas colectivamente en el entramado de las nuevas materialidades digitales superando esas distinciones? El siguiente capítulo ofrece una posible respuesta a esta pregunta.

 

 

–Este es el segundo capítulo de Los comunes digitales: Nuevas ecologías del trabajo artístico, un libro del investigador Alberto López Cuenca editado por el Centro de Cultura Digital en 2016. Agradecemos al autor dar su consentimiento para la reproducción de su texto.